Nicolás Maduro
Se pelean con un socialismo que no existe. Se pelean contra una
antiutopía que no pertenece a nadie. Se imaginan un mundo sin familia,
sin orden, sin mercado, sin libertad. Los liberales de derecha del mundo
inventaron un fantasma, le colgaron el letrero de socialismo y ahora lo
andan viendo en todas partes, sobre todo, y a cada rato en Venezuela.
Pero ya basta.
Porque ese socialismo contra el que ellos se pelean no es aquel con el
que comulgamos las democracias inclusivas, plenas de pueblo que vivimos
el siglo XXI. Nuestro socialismo es particular, popular y profundamente
latinoamericano. Como lo dijimos claramente durante la Asamblea de las
Naciones Unidas el mes de septiembre pasado: el nuestro es un proyecto
autónomo de revolución democrática, de reivindicación social, es un
modelo y un camino propio que se basa en nuestra propia historia y en
nuestra cultura.
Y claro, nuestra democracia es distinta porque no fue fundada ni por ni
para las élites, como sí lo fueron las democracias liberales de Europa y
de Estados Unidos. Contra ese modelo nos rebelamos y es que propusimos,
ya hace 20 años, una democracia nuestra, fundamentada en el corazón
soberano del pueblo venezolano.
Lo que pasa es que, terminando el siglo XX, cuando en Latinoamérica
salimos del periodo de las dictaduras impulsadas por Estados Unidos,
trataron, con la idea de democracia liberal, de envolvernos un paquete
de regalo –cual caballo de Troya– con todos los valores de su propio
concepto de modernidad. Pero queremos decirles que acá en Latinoamérica
también tenemos identidad y valores, y que queremos envolver en nuestra
democracia, antes que los ajenos, los valores propios. No solamente los
del individuo y el capital. También los de la solidaridad y de la
comunidad. Para nosotros la patria es el otro.
Aprendimos la lección, pues nos pasó durante siglos. En vez de
enriquecer la cultura propia con lo de afuera, las élites
latinoamericanas y sus modas liberales permanentemente intentaron
refundar Europa en el corazón de América. Destruyendo de paso y de nuevo
todo lo que parece distinto. Élites para las que el otro, el indio y el
negro, éramos más bien el mono antes que el humano.
Creemos fervientemente en la democracia nuestra y latinoamericana,
porque creemos y cumplimos en Venezuela con tres fundamentos como
esencia y necesidad: Primero, porque realizamos elecciones sistemática,
cotidiana y pacíficamente. Durante los pasados 20 años hemos realizado
25 elecciones, todas ellas visadas por instituciones y actores políticos
nacionales e internacionales. Algunas las hemos ganado abrumadoramente,
otras las hemos perdido. Segundo, porque en Venezuela los ciudadanos,
mediante mecanismos de democracia directa, fundamentalmente con
organizaciones de barrio y partidos políticos, tienen acceso y control
de los recursos públicos. Y tercero, porque en Venezuela es el pueblo el
que manda, no las élites. Antes de mí gobernó Chávez, un soldado
descendiente de negros y de indios que llegó a ser padre de la patria.
Hoy a Venezuela lo gobierna –y por seis años– un modesto sindicalista y
chofer de buses. En Venezuela es el pueblo el que se autogobierna,
porque fue su Asamblea Constituyente, la que concibió y redactó su
propia constitución.
No somos ni queremos ser un modelo de democracia. Somos, en cambio, la
democracia que definió y defiende su pueblo, la que él amasa en un
esfuerzo cotidiano contra las mentiras y los falsos positivos. Una
democracia imperfecta que trabaja día a día por ser de todos y más
justa.
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